Ella sola ante el espejo, desnuda de vanidades y de fuegos.
Con la arruga a flor de piel, con sus patas de gallo y algún que otro pelillo
en el bigote. Contemplarse desnuda y
deshojada, con el corazón maltrecho y las lágrimas a flor de piel. Mirarse poco a poco sin miedo a ser ella
misma en su totalidad, sin trampa ni cartón, revestida de corajes y de sueños. Recorrer la vista por cada poro, por cada
señal que va dejando el tiempo en el
escote, en los brazos, en la comisura de los labios. Así,
tratando de no apartar la vista de la realidad que el cristal le
devuelve, tratando de no odiar cada
michelin flotando en el abdomen, ni las
canas recién nacidas, ni los párpados caídos que ensombrecen la luminosidad de
los iris, antaño tan pícaros y alegres.
Ella a pesar de todo sigue siendo la misma. Tiene el mismo
corazón que un día se atrevió a soñar más de la cuenta sin morir en el
intento. Ella es una multitud de diosas
en una. Un volcán de hormonas y de batallas.
La que se sigue admirando de las mismas cosas de
siempre, de lo que no es efímero, de lo que nunca muere. El tiempo pasa, pero en su corazón siempre
hay flores y pájaros picoteando entre sus aurículas. El tiempo gira a más
velocidad que las nubes de tormenta;
sabe que todo pasará, pero aún
hay esperanza, porque ella al fin ha empezado a admirarse y amarse sin
miedo a la verdad. Ella sola ante el
espejo: desnuda y sin recato.
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