La princesa del mar.
Ella envidiaba a las mujeres. Paseaban por la orilla mientras
la espuma bañaba sus pies y el salitre perfumaba sus rostros ya dorados por el
sol. Algunas más jóvenes, ondeaban sus cometas en el aire, y el viento jugueteaba con ellas en la amplitud del cielo
azul. Otras, maternales y llenas de
ternura, jugaban con sus criaturas en la
arena, amasándola con el agua salada y haciendo figuras con sus manos creadoras,
ante la felicidad que brillaba en los ojos de
los chiquillos.
Al final todas ellas dejaban la playa vacía. Sus risas entonces,
eran reemplazadas por el chirrido de las
gaviotas y una gran soledad se anudaba a su corazón.
Ella no podía imaginar dónde tendrían sus casas, si serían de ramas y barro,
o de roca y arenisca como la suya. Ella envidiaba sobre todo, sus piernas. Sus muslos firmes y seguros, y aquellos pies
que les llevaban por tierra firme rumbo a una libertad para ella desconocida.
Todo esto lo pensaba mientras se zambullía en el agua, dando
una gran sacudida en la superficie marina con su gran cola brillante y escamosa
de princesa del océano. Ella era una sirena y nunca llegaría a saber de estas cosas.
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