Plenilunio
Cada vez que miraba a la luna ocurría el milagro. Porque las
noches de luna llena le traían la felicidad de otros días en los que se sentía
tan plena como el astro admirado. Le venían a la mente recuerdos de su juventud,
cuando se asomaba al balcón en las noches cálidas de verano. Encendía
un pitillo y lo aspiraba profundamente, sin prisa en expulsar el humo; con placer. Y así, ensimismada y envuelta en las volutas
caprichosas que producía la fumarada, miraba
entonces hacia el horizonte, y las
sombras recortadas de los montes le hablaban con la voz profunda de lo natural
y le revelaban sus misterios más ocultos, como si ella fuera en aquel momento
la dama más adecuada en recibir tales revelaciones. Se sentía de esta manera, la reina de la noche y el perfume de todas las
rosas se introducía por todos los poros de su piel, y el rumor de las hojas eran coros celestiales en su alma
de hada del bosque.
Y cada vez que la miraba, no quedaba en balde su petición, y
como si la luna tuviese dedos de escarcha, y a la orden de un chasquido, se
producía la magia que ella deseaba y otra vez en su corazón encogido y nublado,
resplandecía aquella ilusión primera de alcanzarla, aunque fuera tan sólo por
un instante, saltando ella llena de júbilo, como si todos sus deseos estuvieran ya
concedidos de antemano.
Aquel reflejo
siempre venía a rescatarla de todos sus
naufragios, siempre en las noches de amor y plenilunio, si bien después
todo se desvaneciera, todo quedara en entredicho y su sombra rota como un cristal.
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