lunes, 17 de junio de 2013

Es díficil a veces el día a día. A menudo en la juventud teníamos unas espectativas de vida que luego no se han cumplido. Por ejemplo una profesión diferente a la que habíamos soñado tener. A veces nuestro camino a la felicidad se ve truncado porque no nos atrevemos en realidad a dar el salto a que ocurra, y preferimos seguir soñando a convertirlo en realidad, como le pasa a la protagonista de este relato que espero os guste.


 
 
La monotonía de los días

 

No podía dormir. Miraba cada minuto al reloj y se daba cuenta que las horas pasaban sin tregua. Tenía que levantarse a las 6:30 de la mañana, para ir como todos los días al trabajo.  Un empleo tedioso de secretaria en una gran multinacional, con un jefe que la sobrecargaba de tareas y unos compañeros envidiosos, que trataban de escalar puestos por encima de todas las cabezas. Ella siempre había soñado con ser azafata de vuelo.  Recordaba la primera vez que subió a un avión. Tenía 12 años y se iba de vacaciones con sus padres a Tenerife. Se quedó extasiada viendo a aquella señorita vestida con americana y falda azul marino y sus zapatos de tacón alto a juego, dando instrucciones antes de volar.  Le encantó la forma en que señaló donde se encontraban las puertas de emergencia, los cinturones y las máscaras de oxígeno.  Luego durante el vuelo observó con que entrega servía el almuerzo a los viajeros.

Cuando terminó el bachillerato seguía con el mismo entusiasmo de ser azafata, pero sus padres se lo quitaron de la cabeza alegando que era una profesión peligrosa, además de esclava, todos los días de un lado para otro sin apenas tocar tierra. Siempre había sido una niña obediente y no quiso contrariarlos, así que tuvo que elegir entre ser maestra o secretaria. No le gustaban los niños, así que eligió lo segundo.

Las tres de la mañana y su cabeza como un bombo dando vueltas sin parar. Debía ser la cena que le había sentado mal. Tenía que procurar no comer tanto por la noche y acostarse después de pasada la digestión.

Las cuatro….las cinco. Vueltas y más vueltas. Una hora y media más y empezaría la carrera de todos los días. La ducha. Vestirse con el mismo tipo de traje gris  insulso de diario.  El desayuno a prisa y corriendo.  Despedirse de su marido que se quedaría en casa escribiendo su última novela  ¡Como le envidiaba! ¡El sí que había podido cumplir su sueño!  Aunque él dijera que la lucha que tenía con sus editores también era tediosa, y salir corriendo para no perder el tren de las 7: 15 y de nuevo otro día más monótono y triste.

-Quiero irme de esta ciudad, Juan. Vámonos a un lugar más alegre, donde no llueva tanto y en la cara de la gente se adivine la alegría de vivir. Al fin y al cabo tú puedes ejercer tu profesión dónde quieras, con tal de que no se te agote la imaginación y tengas a mano un portátil.

-¡Estás loca, querida! ¿Y qué hacemos con la casa? Recuerda que nos quedan años de hipoteca.

-Pues la vendemos y listo-

-¡Sí! ¡Cómo si fuera tan fácil en estos tiempos que corren vender una casa!-

-Pues tú piénsatelo querido-

Besó a su marido y abrió la puerta para coger el ascensor.

Él se asomó a la ventana para decirle adiós desde la ventana como todos los días. Y como siempre le había prometido que reflexionaría con lo de mudarse a otro lugar más alegre.

Sabía que así la hacía feliz y de esa manera ella le saludaba con la mano y la sonrisa en los labios desde la acera. Y  una vez en el tren, rumbo al trabajo, soñaba que sólo sería cuestión de tiempo y que un día al fin, tarde o temprano, él cedería y conseguiría llevárselo de allí, a un lugar lleno de sol y de aventuras por vivir. Entonces miraba por la ventanilla y se dedicaba a observar el mismo paisaje de todos los días, y su esperanza hacía que afrontar su presente fuera menos cruel y llevadero.

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