La monotonía de los días
No podía dormir. Miraba cada minuto al reloj y se daba
cuenta que las horas pasaban sin tregua. Tenía que levantarse a las 6:30 de la
mañana, para ir como todos los días al trabajo.
Un empleo tedioso de secretaria en una gran multinacional, con un jefe
que la sobrecargaba de tareas y unos compañeros envidiosos, que trataban de
escalar puestos por encima de todas las cabezas. Ella siempre había soñado con
ser azafata de vuelo. Recordaba la
primera vez que subió a un avión. Tenía 12 años y se iba de vacaciones con sus
padres a Tenerife. Se quedó extasiada viendo a aquella señorita vestida con
americana y falda azul marino y sus zapatos de tacón alto a juego, dando
instrucciones antes de volar. Le encantó
la forma en que señaló donde se encontraban las puertas de emergencia, los
cinturones y las máscaras de oxígeno. Luego durante el vuelo observó con que entrega
servía el almuerzo a los viajeros.
Cuando terminó el bachillerato seguía con el mismo
entusiasmo de ser azafata, pero sus padres se lo quitaron de la cabeza alegando
que era una profesión peligrosa, además de esclava, todos los días de un lado
para otro sin apenas tocar tierra. Siempre había sido una niña obediente y no
quiso contrariarlos, así que tuvo que elegir entre ser maestra o secretaria. No
le gustaban los niños, así que eligió lo segundo.
Las tres de la mañana y su cabeza como un bombo dando
vueltas sin parar. Debía ser la cena que le había sentado mal. Tenía que
procurar no comer tanto por la noche y acostarse después de pasada la
digestión.
Las cuatro….las cinco. Vueltas y más vueltas. Una hora y
media más y empezaría la carrera de todos los días. La ducha. Vestirse con el
mismo tipo de traje gris insulso de
diario. El desayuno a prisa y corriendo.
Despedirse de su marido que se quedaría
en casa escribiendo su última novela ¡Como le envidiaba! ¡El sí que había podido
cumplir su sueño! Aunque él dijera que
la lucha que tenía con sus editores también era tediosa, y salir corriendo para
no perder el tren de las 7: 15 y de nuevo otro día más monótono y triste.
-Quiero irme de esta ciudad, Juan. Vámonos a un lugar más
alegre, donde no llueva tanto y en la cara de la gente se adivine la alegría de
vivir. Al fin y al cabo tú puedes ejercer tu profesión dónde quieras, con tal
de que no se te agote la imaginación y tengas a mano un portátil.
-¡Estás loca, querida! ¿Y qué hacemos con la casa? Recuerda
que nos quedan años de hipoteca.
-Pues la vendemos y listo-
-¡Sí! ¡Cómo si fuera tan fácil en estos tiempos que corren
vender una casa!-
-Pues tú piénsatelo querido-
Besó a su marido y abrió la puerta para coger el ascensor.
Él se asomó a la ventana para decirle adiós desde la ventana
como todos los días. Y como siempre le había prometido que reflexionaría con lo
de mudarse a otro lugar más alegre.
Sabía que así la hacía feliz y de esa manera ella le
saludaba con la mano y la sonrisa en los labios desde la acera. Y una vez
en el tren, rumbo al trabajo, soñaba que sólo sería cuestión de tiempo y que un
día al fin, tarde o temprano, él cedería y conseguiría llevárselo de allí, a un
lugar lleno de sol y de aventuras por vivir. Entonces miraba por la ventanilla
y se dedicaba a observar el mismo paisaje de todos los días, y su esperanza hacía
que afrontar su presente fuera menos cruel y llevadero.
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